Autor: Fermín López Costero
ISBN13: 9788494203695
Clasificación: Poesía
Tamaño: 14x21 cm
Idioma de publicación: Castellano
Edición: 1ª Ed.1ª Impr.
Fecha de impresión: Abril 2014
Encuadernación: Rústica con solapa
Páginas: 64
PVP: 10€
Colección: Daraxa
Hay libros que eligen a sus lectores, siempre he estado segura de ello, por lo que no me resultó extraño cuando “La fatalidad” (Ed. Nazarí, Granada, 2014), el nuevo poemario de Fermín López Costero, comenzó a entonar cierto canto de sirena oscura dirigido a mi persona. Y me encontré con un libro descarnado, carente de artificio aunque singularmente profundo, que muestra un particular descenso a los infiernos.
Al igual que Dante, quien se adentre en estas páginas no irá solo. Será “El indigente” quien reciba al lector, y le ofrezca una semblanza de aquello que le aguarda. Se trata de un personaje dibujado en claroscuro que enlaza con la tradición romántica del héroe maldito: una criatura derrotada, que atesora ilusiones rotas por la crueldad de existir, a la par que un vate, que tras dejar atrás su propia devastación, alza la voz para gritar que aún hay esperanza. Él, “único superviviente y testigo del holocausto diario”, será nuestro guía en este viaje.
Dividido en tres partes, el poemario ofrece un recorrido por todo un imaginario gótico, donde lo real no es más que el reflejo difuso de un paisaje interno, desolado. El poeta se sitúa en la penumbra, se posiciona en el lado marginal, junto al humillado y el desprotegido, y desde allí no duda en gritar la impostura de las letras y sus oficiantes (“solo germinan las palabras inservibles”), o en presentar una “Estampa urbana” demoledora y asfixiante, donde el consumismo y el conformismo han aniquilado aquello que de humano debiese tener el hombre (“Nada de lo que ocurre la conmueve.”). Ante este entorno hostil y devastado, la voz poética se encuentra desorientada: el no comulgar con las directrices existentes hace que el poeta sea un ente ajeno, un extranjero en un mundo que le resulta extraño, y al que arrastra de forma sutil al lector. Y una vez que el lector ya es partícipe de ese desconcierto, disecciona pasado y futuro de manera firme, con pulso certero e incisivo.
La memoria, los recuerdos, dejan de ser un lugar cálido y familiar que sirve de refugio, y se transforman en “La casa deshabitada” poblada de fantasmas, o “El jardín” sombrío. El pasado es un espacio decrépito, en ruinas, totalmente carente de belleza, donde los vestigios de la niñez no son suficiente impulso para asumir con valentía esa obligación de vivir que la propia vida impone (“Todos los días debo presentar pruebas / de mi existencia”). La infancia no es un estado idealizado (“calabozos de la infancia”), sino el preludio del poder destructor que alcanzará el ser humano (“aquellos juegos malvados de la infancia”), donde los niños pueden ser pérfidos incluso con el mítico y aterrador Golem. La estampa romántica que debería ofrecer el jardín en su ruina aparece aquí transformada en un campo de batalla lleno de cadáveres (“vivo entre flores muertas”). La belleza natural es asfixiada por la fuerza bruta y el paso del tiempo, impunemente.
Lo cotidiano se vuelve sórdido cuando el hambre (quizá de pan, quizá de vida…) y la carestía muerden cada día de manera irremisible (“el hambre que enterramos anoche / hoy ha resucitado”). Las alas no sirven para volar, sino para ser futura mortaja. La luz, que en otras páginas sería salvación, representa aquí el engaño: ilumina el espejismo y muestra una estancia está llena de objetos vacíos e inanimados. Es una luz sucia, tísica, enfermiza. Es la cadena del esclavo que apenas permite vislumbrar la vida. Sin embargo, el poeta ofrece la clave: en su extinción se encuentra la libertad. Hay que saber mirar para entender que es la palabra poética (y profética) la que verdaderamente ilumina. Que es él, el caminante en penumbras, el único que realmente camina guiado por una luz verdadera, ya que incluso la muerte porta un farol engañoso “que atrae a los desorientados”. Sin embargo, también deja entrever que en ocasiones este don puede ser pesada carga:
”A veces me pregunto
si no sería mejor callarse. (…)
Dejar intacto el falso paraíso
y salir huyendo en dirección al alba."
Sin embargo, la tragedia va dando paso al drama cuando irrumpe con fuerza en el poemario otra fuerza salvadora: el amor. El amor como arenas movedizas, como cárcel donde vivir prisionero, como mar que oculta perlas y tesoros, pero también devora náufragos. Es un amor redentor, que acerca a lo imposible y otorga nueva luz al caminante. Es un amor carnal, ávido de labios que transporten al poeta a lo mundano, permitiéndole escapar de la prisión de la mente (“permite que mi calavera ruede dichosa, / libre, al fin, del cerebro que la habitó”) y su natural inclinación por lo sublime. Es un amor terreno, humano, plagado de pasión, duda, tristeza e incluso odio, pero que ofrece en su plenitud la inmortalidad a través de la persona amada (“Encerrado en tus ojos no envejezco”). Es este sentimiento el que da paso a un deseo de superación, de renovación gozosa que va incluso más allá de la muerte.
Sin embargo la tristeza, gris aliada del amor, vuelve a aparecer, y el tercer acto recupera el tono fatalista del inicio. Nos enfrenta aquí el poeta al poder demoledor del tiempo. No hay salida, no hay vía de escape a una vida que se dirige hacia un único destino, aunque parezca ofrecer distintas sendas. El desgarro de vivir se muestra universal a pesar de la belleza de toda Anunciación. El poeta es criatura frágil, se reconoce perecedero y, muy a su pesar, “humanizado” e insensible hasta el punto de echar de menos al “otro”, al “no-humano” que siente y por lo tanto sufre, cuando en voz de “El árbol del ahorcado” admite que
“ahora mis ramas añoran la compañía del cadáver.
Acaso era mi vida
la que pendía de aquellos huesos.”
La misión profética del orate es más palpable que nunca en estos versos en que, como heraldo del Más allá anuncia, que “son malas noticias las que debo darte” (aunque siempre deja abierto un resquicio salvador) , antes de que caiga definitivamente el telón.
“La fatalidad” es, en definitiva, un poemario valiente, ambiguo, arriesgado incluso en un panorama literario actual que va por derroteros muy distintos. Un poemario que parece negro pero se desvela escrito a media luz, y ofrece infinidad de matices y lecturas desde su penumbra. Un poemario que zarandea al lector, y le obliga a mirar a los ojos a su propio y personal fantasma: esa fatalidad que, como el poeta afirma,
“también es mi sombra
y la sombra de mis actos”.